Centro de Estudios Históricos de Obras Públicas y UrbanismoLOS CAMINOS DEL MERCURIO DE ALMADÉN A NUEVA ESPAÑA
Actas del II Congreso Internacional de Caminería Hispánica. Tomo III, pp. 683-692
Aunque conocidas y explotadas desde la Antigüedad romana, las minas de Almadén no alcanzan su verdadera dimensión histórica hasta la época moderna, en que la puesta en marcha de procedimientos metalúrgicos para el beneficio de minerales argentíferos utilizando mercurio, disparó la demanda mundial de este metal, hasta entonces empleado básicamente en la fabricación de espejos, el dorado y plateado de objetos diversos, y en los experimentos de metalúrgicos y alquimistas.
En los primeros tiempos tras la conquista, los procedimientos utilizados por los españoles para la extracción del oro y la plata americanos, fueron, en convivencia con ciertos sistemas de procedencia indígena, los conocidos en el Viejo Mundo, y en particular, para el caso de la plata, la fundición en hornos.
En el año de 1554 el sevillano Bartolomé de Medina planteó ante el entonces Virrey de la Nueva España Luis de Velasco un nuevo procedimiento para extraer la plata y el oro del mineral, amalgamando éste en frío con azogue, que iba a revolucionar la actividad minera durante los tres siglos siguientes, y que está en la base del nacimiento de la ruta que hoy nos ocupa. El "Beneficio de canoas", así llamado en atención al término mexicano con que se designaban los cajones empleados para hacer la amalgama, comenzaba por la molienda del mineral de plata hasta su reducción a un fino polvo o "harina" al que se añadían agua y sal, y posteriormente el mercurio en proporción de 6 a 8 veces la cantidad de metal que se estimaba contenía la harina. La mezcla resultante se amasaba durante semanas para asegurar la completa amalgamación de sus componentes, y después se lavaba en una tina grande de madera, separando los lodos inútiles, de manera que quedara sólo la pella o amalgama de plata. Finalmente, se eliminaba de ésta el mercurio, por sublimación y posterior condensación, al calentar las piñas de amalgama en un recipiente con agua. No todo el azogue utilizado en el beneficio se recuperaba al final del proceso, pudiendo cifrase aproximadamente la pérdida en 1 kg y medio de mercurio por cada Kilogramo de plata extraída.
Frente a los hornos de fundición, que consumían leña en abundancia y que sólo resultaban rentables para trabajar con pequeñas cantidades de mineral de alta ley, el sistema de Medina ofreció indudables ventajas como eran el ahorro de combustible y la posibilidad de beneficiar, con menor desperdicio, una mucho mayor gama de minerales. Además, desde poco después de su puesta en práctica, se fue enriqueciendo con diversas variantes y adiciones que, principalmente permitieron operar a mayor escala y beneficiar minas más pobres, por lo que no son de extrañar la rápida y amplia difusión que alcanzó, ni su duradera implantación, hasta principios de nuestro siglo.
Pese a todo lo dicho, el sistema de amalgamación tenía en su propia razón de ser su debilidad, y es que dependía de un producto, el azogue, cuyos principales centros productores se encontraban a muy larga distancia de las explotaciones argentíferas americanas. Las principales minas de cinabrio conocidas entonces, eran las de Almadén, que por razones obvias se convertirá en el principal centro exportador hacia América, y, más lejanas aún, las de Idria, en la actual Eslovenia, (entonces territorio de los Habsburgo), que ocuparían un papel secundario, recurriéndose a ellas sobre todo en los momentos en que el mercurio de Almadén no resultó suficiente.
La dependencia creada hacia este último, fue especialmente notoria en el caso de la Nueva España, donde si por un lado no se encontraron buenos yacimientos de cinabrio con que abastecer las numerosas minas de plata, éstas no ofrecían la riqueza metálica que las del Perú, por lo que el recurso a la amalgamación era tanto más necesario para obtener verdadero rendimiento. El caso es que diez años después del hallazgo de Bartolomé de Medina, prácticamente todos los yacimientos argentíferos del Virreinato se beneficiaban con mercurio, de modo que en la década de 1560-1570, los embarques de plata excedieron a los de oro, no ya sólo en volumen, sino en valor, invirtiendo la tendencia inicial en la exportaciones de metal novohispanas. Aunque la producción, que en los siglos XVI y XVII provino esencialmente de las minas de Zacatecas y San Luis Potosí, sufrió desde 1630 un considerable descenso, el buen rendimiento de las minas de Guanajuato durante el XVIII convirtió a Nueva España en el primer productor del mundo, exportando hacia 1800 el 60 % del total mundial. Por todo lo cual la dependencia del mercurio de Almadén no hizo sino crecer.
Con respecto al Perú, el impulso dado por la Corona a la exploración de nuevos yacimientos fue bastante más fructífero, y se descubrieron en 1563 las minas de azogue de Huancavélica. Hasta la implantación en la zona del nuevo método de amalgamación en los años 70 del siglo, estas minas abastecieron la metalurgia de la plata novohispana, si bien en lo sucesivo se volcaron en la producción interna, exportando hacia Nueva España en los momentos críticos en que faltó el mercurio de Almadén, y recibiendo de aquí para completar la propia demanda. Además, la mejor calidad del mineral de plata peruano, determinó una mayor supervivencia del sistema de hornos de fundición, más apropiado para el mineral de alta ley. Y por otro lado, inversamente al caso de Nueva España, la producción de plata peruana pasó de las altas cotas alcanzadas en el siglo XVI, a una progresiva disminución del volumen, quedando finalemente relegada a un segundo plano.
A la vista de lo dicho, resulta claro el nexo que se estableció entre el mercurio español y la plata americana (el mercurio, ha dicho Bakewell, era "casi en sentido literal, la otra cara de la moneda de plata"), y se explica por qué la principal ruta que siguieron las remesas extraídas de Almadén fue la que desde San Lúcar de Barrameda tenía por destino el puerto de Veracruz. De la modesta cantidad de 264 quintales de mercurio llegados a este último en 1559, se pasó en el breve lapso de diez años a los 1743 quintales de 1570, cifra que, entre 1614 y 1630, ascendió a un promedio anual de 4000 quintales.
Para hacer frente a la cuantiosa demanda, la acción de la Corona se centró, aparte de en la explotación de nuevos yacimientos, en el desarrollo de la producción de las minas de Almadén, y en la organización y control del tráfico del metal, abaratando sus costos. Y es que, sin mercurio no se producía plata, y sin plata faltaba la fuerza motriz de la economía de las colonias, y del Estado en general. Aunque no vamos entrar ahora a considerar ninguno de estos aspectos, no queremos dejar de mencionar la importancia que para la ruta del azogue tuvieron la instalación en Almadén de los hornos americanos de aludeles a partir de 1646 -por cuanto permitieron multiplicar la producción con considerable ahorro-, y el descubrimiento de nuevas minas en Almadén y Almadenejos a finales del siglo XVII, pues de otra manera se hubieran agotado las existentes.
Desde los yacimientos de origen hasta su destino americano, el azogue español atravesaba más de 9000 km, a lo largo de los cuales cambiaba, por lo menos en dos ocasiones de envoltorio, y otras tres de medio de transporte, en un recorrido que podríamos dividir en cuatro etapas: el viaje en carretas o mulas hasta Sevilla, donde permanecía, en el edificio de las Atarazanas alfonsíes hasta su embarque en las flotas de Indias, la travesía fluvial y ultramarina, con arribada al puerto de Veracruz, el camino desde aquí hasta la capital del Virreinato, y, finalmente, los de su distribución con destino a las diversas minas de plata.
La delicada tarea de empacar el azogue tenía lugar en un almacén situado en el recinto de fundición de Almadén, el denominado Cerco de Buitrones, donde se instalaron los hornos de aludeles. Las peculiares características del mercurio, su fluidez y capacidad de penetrar en los cuerpos sólidos, su extremada densidad y peso, el escaso volumen que ocupa, y no menos su toxicidad, obligaban a un embalaje seguro, impermeable, resistente, y de no excesivo tamaño, para garantizar, dada su pesantez, la manejabilidad.
Lo habitual durante la Edad Moderna fue el uso de baldeses, cueros o badanas que se colocaban sobre un recipiente cerámico para facilitar el vertido del azogue, y que se ataban con un cordel en su parte superior. Cada bolsón así formado se cubría con otros dos cueros atados por separado, que servían de resguardo y garantizaban las estanqueidad del envoltorio final. Éste recibía por extensión el nombre de baldés, aunque a veces se menciona como maceta.
La cantidad de mercurio que se ponía en cada bolsón era variable según el sistema empleado para su transporte. Cuando éste se realizaba en carretas de bueyes la medida solía ser de un quintal o cuatro arrobas, que equivalen a 46 Kilos, cantidad manejable por un hombre robusto si tenemos en cuenta que el volumen que ocupa es de unos tres litros y medio. Para el transporte en lomos de mula, se empacaban baldeses de menor peso -medio quintal -, que se cargaban en número de dos por animal.
El proceso de empacar el mercurio en los almacenes de Almadén, es bastante conocido, entre otras, gracias a la minuciosa descripción que de él nos ha dejado D. Agustín de Betancourt en sus Memorias de las Reales Minas de Almadén. La narración de Betancourt, que se ilustra con un dibujo de su mano, parece responder al empacamiento de una tarea de trescientos envases de azogue de medio quintal. En la operación intervenían, nos dice, dieciséis personas con diferentes cometidos: un pesador que medía la cantidad destinada a cada baldés, dos registradores encargados de rellenar los cueros con la cantidad adecuada y de controlar su estanqueidad, siete hacenderos o peones que acarreaban el azogue y revisaban y clasificaban los baldeses según su calidad, y seis atadores con el cometido directo de empaque. Éstos, dice Betancourt, debían estar instruidos en las diferentes maniobras necesarias "para alternar los trabajos y repartir lo dañino de los vapores que se exhalaban al tiempo de empacar".
Cada baldés se colocaba en una espuerta de esparto bien cerrada, y podía entonces procederse al traslado a Sevilla, para el cual se solían llevar cueros y cordeles de repuesto. Las carretas empleadas para el transporte se acondicionaban adecuadamente, con ramaje menudo y serones en su fondo, a fin de amortiguar las vibraciones del camino, y, posteriormente se cubrían los baldeses con otro serón, que los protegiera de la lluvia y de la humedad.
La preparación del azogue para su viaje ultramarino no se limitaba con todo al proceso descrito, y resultaba harto más engorrosa. Una vez en Sevilla la mercancía, se procedía a un nuevo empacado, en primer lugar, para acondicionarla con mayor seguridad con vistas al resto del viaje, y también para subsanar el deterioro que podían haber recibido los cueros a lo largo del tortuoso trayecto, y evaluar - previamente al envío- las posibles pérdidas o fraudes. Tras pesar el azogue llegado, se hacía un nuevo envoltorio de tres baldeses, si bien de menor contenido que el inicial (medio quintal) para poder reaprovechar los mismos cueros eliminando de ellos las partes dañadas, o reponerlos si hacía falta. Cada baldés se metía entonces en un pequeño barril de madera bien cerrado, y cada tres barriles se transportaban en un cajón expresamente fabricado para la ocasión, forrado interiormente con esteras de esparto, y envuelto con cueros afianzados con tachuelas. En el siglo XVIII se generalizó el uso de trallas bastas de cáñamo para cubrir los cajones que, para mayor seguridad, se ataban con cuerdas de esparto.
La complejidad del procedimiento descrito, con los dos empaques provocaba en conjunto un considerable gasto en material, tiempo y personal, y repercutía en el precio final del producto. Además, el trámite efectuado en Sevilla, a lo que finalmente conducía era, cuando no a eventuales fraudes, a retrasos en los envíos o a pérdidas de mercurio en el cambio de envase. Durante el siglo XVIII, hubo algunos intentos para racionalizar el proceso, reduciéndolo a una labor única de empaque en Almadén - tal ordenó en 1730 el Ministro Patiño al Superintendente de las minas José Cornejo- pero no tuvieron mucho éxito. Como tampoco lo tuvieron las distintas propuestas para mejorar los embalajes existentes, o sustituirlos por nuevos envases de vidrio, hojalata, cuerno o asta. Serán los frascos de hierro propuestos por José de Pizarro en 1793, los que consigan desplazar, ya en el XIX, al tradicional sistema de baldeses, perdurando hasta nuestros días.
Las rutas del azogue entre Almadén y Sevilla debieron quedar organizadas con prontitud tras la generalización en América de los nuevos procedimientos de obtención de la plata por amalgamación, para constituirse en uno de los caminos carreteros más transitados de la España Moderna. Tal y como anticipábamos, existieron dos modalidades para el transporte del mercurio, bien en cuadrillas de carros tirados generalmente por bueyes, o en recuas de mulas. El transporte en carros, que en palabras de Sebastián de Covarrubias añaden sobre las carretas "el ser mayores y tener las ruedas herradas con sus llantas, y ser cossarios que van por todo el mundo, mientras que las carretas tienen un ámbito más restringido, de carácter comarcal", era más lento y aparatoso, máxime si tenemos en cuenta que no eran muchos los caminos en condiciones para el tránsito rodado en la España moderna. Los 186 Kms rectos que separan Almadén y Sevilla, se hacían por rutas de 46 a 48 leguas (casi 140 Km), que podían tardar hasta un mes en recorrerse.
Cada carro se cargaba en Almadén con diez quintales de azogue, de manera que normalmente resultaba posible transportar toda la producción anual en unos pocos centenares de ellos. De todas formas hubo años excepcionales, como 1784, en que se enviaron a ultramar 37.630 quintales de azogue -nada menos que 1731 toneladas-, para lo cual se precisarían unos 3200 viajes de carros -cifra elevada respecto del total existente en Castilla-, siendo necesario abandonar la pauta convencional de una saca o envío anual.
Una vez descargado el azogue en Sevilla, y siguiendo el proceder habitual en el tráfico carretero, el viaje de vuelta se solía aprovechar para el transporte de otras mercancías, entre las que se contaban el hierro y acero necesarios para las minas, y pertrechos y enseres diversos para el personal -mineros y forzados- que las trabajaba. Entre los meses de Noviembre y Abril los bueyes invernaban en las dehesas cercanas a Almadén; entonces se reparaban los carros con vistas a su próximo viaje, o bien se empleaban para el transporte de la madera y la leña que, obtenida en los montes vecinos, se utilizaba para el entibado de las minas y como combustible de los hornos.
Desde la Edad Media se venían concediendo grandes extensiones de pasto para el ganado que hacía servicios en las minas, y en el siglo XVI, los Fúcares hicieron lo posible por conservar estos privilegios, e incrementarlos con otros relativos al transporte hacia Sevilla. Aunque todos estos privilegios hay que contemplarlos en el marco de la protección otorgada por la Corona al tráfico carretil durante la Edad Moderna, por la vital importancia de la ruta del azogue, fue tema sobre el que se puso especial atención. A su paso por los distintos pueblos y ciudades, arrieros y carreteros, obtenían un trato de vecinos, no pudiendo recibir más agravios ni penas que éstos. Estaban facultados para cortar la madera necesaria para las reparaciones de los carros, y la leña para su avituallamiento, y los bueyes y mulas podían pastar libremente en las tierras no acotadas. Asímismo, quedaban exentos del pago de los diversos peajes de tánsito -portazgos, pontazgos, barcajes..-e inclusive llegó a permitírseles el embargo del material que pudiera faltarles para el transporte: baldeses, cuerdas, o incluso mulas y carretas. Los ganaderos que contrataban sus carretas en la ruta del azogue tenía además privilegios de invernadero y pasto en diversas dehesas -Castilseras, Alcudia..- cercanas a Almadén y asignadas a las minas. A cambio, quedaban comprometidos, además de al transporte al abastecimiento de éstas con madera y leña.
Las sacas del azogue de Almadén a Sevilla, solían dar comienzo a mediados de Abril, cuando los caminos dejaban de estar embarrados. En cada jornada se empacaban y cargaban unos 300 quintales de mercurio, es decir treinta carros, que era el término medio que solían tener las cuadrillas. La partida de éstas se realizaba escalonadamente, para permitir a los bueyes el pasto en las dehesas del trayecto y garantizar que hubiera forraje suficiente. Al llegar el verano, ante la escasez de pastos, y dada su mayor resistencia al calor, se optaba por el transporte en recuas de mulas, que proseguía hasta que se acababa de llevar a Sevilla la cantidad de azogue pactada para ese año. En torno a un 15% de la producción anual se llevaba por ese sistema, bastante más rápido, pues, por la capacidad de las mulas para transitar por caminos más difíciles, el recorrido se acortaba considerablemente. Eso sí, resultaba notablemente más caro, ya que, para no recibir daño, los animales no llevaban mucha carga (dos quintales), y, en consecuencia, había que juntar un elevado número de bestias, con la alteración que ello producía en el comercio.
Las cuadrillas de carretas seguían hasta Sevilla dos rutas alternativas, lo que, aparte de al deseo de evitar una excesiva concentración de bueyes que agotara los pastos, obedecería a las circustancias del momento: estado del camino, falta de respeto a las exenciones de peaje, facilidades para el cruce del río etc.. Ambas rutas entraban en la actual provincia de Córdoba por Santa Eufemia y seguían un tramo común hasta Azuaga, en Badajoz. Desde aquí, uno de los caminos marchaba por Llerena, Santa Olalla, el Ronquillo y Castilblanco de los Arroyos hasta Alcalá del Río, donde existía la posibilidad de cruzar el Guadalquivir, aunque lo normal desde allí era bordear el cauce para entrar en Sevilla por el puente de Triana. El Guadalquivir, si no la que más, era una de las principales barreras naturales que encontraban arrieros y carreteros en su recorrido, puesto que, aguas abajo del puente romano de Córdoba no existían pasos estables y había que recurrir a los servicios de barcas que funcionaban en algunos puntos concretos. Estaba, ya en Sevilla el cruce de Triana, pero hasta la construcción del moderno puente de hierro, era un puente de barcas de madera, poco seguro, e inestable para el paso de las cuadrillas con tan pesada carga. El otro camino carretero daba algo menos de vuelta, y por Malcocinado, Alanís y Constantina, se aproximaba al Guadalquivir en Lora del Río, para llegar hasta Tocina, donde existía servicio de barcas, y seguir por Brenes hasta Sevilla.
Entre ambos, atajando por terrenos más escarpados y difíciles, discurría el camino de herradura que tomaban las recuas de mulas durante el verano. Hasta Azuaga el recorrido era prácticamente idéntico, si bien evitaba algunos rodeos, y en adelante se tiraba por Alanís, Cazalla de la Sierra y el Pedroso hasta Cantillana, donde se cruzaba el río en barcas, para seguir en dirección a Brenes y Sevilla.
Estos recorridos no eran los más cortos posibles y dependerían en su trazado de la posibilidad de encontrar pastos suficientes para el ganado, y de la necesidad de hallar tramos aptos para el paso de las carros ,los dos primeros, pues lógicamente éstos hallaban más dificultades que las caballerías.
El territorio comprendido entre Toledo, Ciudad Real, Córdoba, Sevilla, Mérida y Guadalupe, es, a juzgar por las fuentes itinerarias, uno de los grandes vacíos de la red viaria desde la Antigüedad a la Edad Moderna, y sin embargo fue el elegido para transportar el mercurio con preferencia sobre la ruta tradicional, el Camino Real, que hasta la apertura de Despeñaperros, desde Toledo se dirigía a Sevilla, pasando por Malagón, Ciudad Real y Almodóvar del Campo, pueblo éste situado a unas 12 leguas (60 Km) de Almadén. La elección es tanto más significativa por cuanto, cualquier ruta que se tome entre Almadén y la depresión del Guadalquivir ha de resultar por fuerza anfractuosa, pues hay que pasar los espigones de las cuarcitas hespéricas y Sierra Morena, cuyas alineaciones tectónicas y orográficas se atraviesan en la dirección de la marcha. Los afluentes del Guadalquivir, que se han clavado en la meseta inferior con sus capturas, tampoco alivian esta situación, pues sus hendiduras son angostas y tortuosas. Prueba de ello es que los caminos no se ciñen a ellos - y las rutas del azogue no son una excepción- prefiriendo en general los interfluvios.
Aún así los caminos del mercurio se incorporaban en algunos de sus tramos a las rutas y pasos habitualmente transitados, y no ya sólo por el ganado. De los dos caminos carreteros, el más occidental se adentraba, a partir de Monasterio, en los territorios de lo que tradicionalmente y por extensión se conoce como vía de la Plata, eje fundamental de la Hispania romana, que bajaba desde la "urbs magnífica" de Astorga a Mérida, y luego a Hispalis. Por otra parte, el camino de Constantina enlazaba en Lora del Río con la que fuera una de las dos vías principales en el tránsito de Córdoba a Sevilla: la que desde la ciudad de los califas bordeaba el Guadalquivir para cortarlo, antes de llegar a su destino, en la propia Lora, o en Tocina. Estos mismos cruces, que se hacían en barcas según se ha dicho, y los de Cantillana y triana serían los habitualmente utilizados por caminantes y viajeros.
Llegado el azogue a Sevilla, tras el nuevo empacado, se iniciaba el recorrido acuático, directamente desde esta ciudad, o, cuando los arenales de la desembocadura hicieron imposible la entrada en el puerto fluvial a los grandes navíos, con un nuevo transbordo en barcas de pequeño calado hasta Sanlúcar y luego Cádiz, adonde en 1717 se trasladó la Casa de la Contratación.
Establecida desde 1529 la Carrera de Indias, las flotas en las que se hacían anualmente los envíos de azogue a Nueva España, partían en el mes de Abril hacia el puerto de Veracruz. Pero por la irregularidad del sistema, que desde el siglo XVII no mantuvo la periodicidad anual con que se estableció, y ante el grave quebranto que para la Real Hacienda y para toda las actividades económicas suponía la demora o falta del cargamento anual de mercurio en Nueva España, desde los años 40 del siglo fue freucente el recurso a los navíos de aviso, después llamados también de azogue. Éstos, que navegaban aislados, eran los barcos, pequeños y de poca defensa, utilizados para el transporte del correo y la documentación oficial. Entre 1630 y 1700 llegaron a Nueva España 26652 quintales de azogue en navíos de aviso, es decir, unos mil quintales por viaje, que si bien supondrían un gran alivio, no podrían compensar totalmente la carencia de mercurio provocada por la suspensión de una flota. Además, todo sea dicho, los fletes razonablemente moderados del transporte transatlántico (unos 3 pesos por quintal en los años 30 del siglo) se multiplicaban extraordinariamente (hasta 19 pesos en 1637) por este sistema.
Hasta los últimos tiempos del virreinato, concretamente hasta 1804 en que comenzó la construcción del camino carretero encargado por el consulado de Veracruz al ingeniero militar Diego García Conde, la ruta entre este puerto y la capital virreinal sólo fue apta para el tránsito de carretas en algunos tramos, teniendo que recurrirse en los demás al transporte del azogue a lomos de mulas.
Tanto la circulación rodada como las bestias de carga y de tiro fueron introducidas en tierras americanas por los europeos, y comportaron cambios importantes en las rutas existentes, que, concebidas para el recorrido a pie, presentaban bruscos cambios de alineación, fuertes pendientes, e inclusive a veces tramos escalonados.
Las primeras carretas para el transporte de mercancías en Nueva España las construyó en Puebla de los Ángeles el fraile gallego Sebastián de Aparicio, también responsable de su extensión por los caminos que había de seguir el azogue, el de Veracruz, y el camino del Norte de la capital hacia Zacatecas. Sin embargo, su ámbito de actuación fue más bien restringido. El ganado mular, en cambio, de fácil crianza, se multiplicó y expandió con rapidez por el territorio americano, y, por su aptitud para el transporte de personas y mercancías en regiones con difíciles condiciones climáticas y topográficas, pronto se convirtió en pieza impresicindible para la marcha del comercio en el Virreinato, máxime, si tenemos en cuenta, como ha señalado Ramón María Serrera que "la ausencia de cursos fluviales obligaba a realizar todo el tráfico por medios terrestres". En recorrer la distancia de 80 leguas que separaban el puerto de Veracruz de la capital del Virreinato, las recuas de mulas tardaban casi veinticinco días, que en temporada de lluvia, es decir, en verano, se convertían fácilmente en 35, con la consiguiente repercusión sobre el precio del producto.
Hasta la llegada a la capital novohispana, el azogue español seguiría la misma ruta por la que penetraron soldados y frailes, virreyes y colonos, y por la que transitaron todas las mercancías del comercio colonial y del comercio interior con la fachada atlántica del país, que era a su vez de una de las antiguas rutas, que desde la azteca Tenochtitlán accedían a las llanuras costeras de ambos océanos. A lo largo de ella, los 2250 metros de altitud que median entre la capital y el puerto de Verzcruz se convierten, tras un primer sector de progresivo descenso hasta el pueblo de las Vigas, en una abrupta caída hacia la costa con serias dificultades de tránsito.
No es nuestro objetivo hacer una descripción pormenorizada del la ruta del azogue por el territorio mejicano, sino señalar los principales hitos de la misma, que son también los del Camino Viejo que, por Jalapa y Perote, comunicaba Veracruz con la capital. Por lo que respecta al mercurio, era en su mayor parte un camino de arriería, si bien en las seis primeras leguas desde el puerto jarocho hasta la población de La Antigüa o Vieja Veracruz, se podían cubrir en carretas, hasta el cruce del río de la Antigüa. Éste, caudaloso y que cría caimanes, como lo describía Francisco de Ajofrín en 1763,presentaba la primera, y una de las más serias dificultades del recorrido, pues hasta principios del XIX no tuvo un puente estable de cantería, y tenía que cruzarse en barcas sometidas a la fuerte corriente.
Desde La Antigua era inevitable transportar el azogue en recuas de mulas pues el camino se hacía cada vez más pedregoso y escarpado, y discurría en fuerte pendiente. El tramo entre Plan del Río, leguas más adelante, donde sí existía un puente de piedra para el cruce del río, y el la población de Las Vigas, fue hasta la intervención de García Conde un difícil camino de herradura, únicamente apto par la arriería. Alcanzada en Las Vigas la cota de la meseta, el camino discurría con moderadas pendientes hasta Méjico, abriéndose desde Perote varias rutas alternativas hasta Apan, donde confluían. Algunas de ellas se debían al recorrido protocolario estipulado a la llegada de los Virreyes en su toma de posesión, y eran considerablemente más largas, mientras que existía un camino más directo, jalonado de ventas, por Xonguito y Piedras Negras, que sería el más adecuado para el tráfico comercial.
Desde Apan el camino discurría por Otumba y por Guadalupe, donde se convertía en una calzada elevada, que entraba directamente a la capital. Una vez en ésta, el mercurio se almacenaba y hacía su última escala antes de dirigirse a los principales centros mineros del Virreinato.
La distribución del azogue por los funcionarios de la Real Hacienda se solía hacer a los funcionarios de las localidades menores, y por éstos a las minas de sus respectivos distritos, aunque en algunos momentos se entregó directamente a los mineros. Ello, unido a la dispersión de los centros mineros, separados a veces por cientos de km, en todo el Norte del Méjico, hace imposible ahora el seguimiento de las distintas rutas posibles, aunque en general, contarían con una nervatura común: el Camino Real de Tierra adentro. Esta ruta se estableció desde mediados del siglo XVI precisamente para comunicar la capital con los centros mineros del Centro del país, Zacatecas inicialmente, y fue creciendo en longitud conforme se producían nuevos descubrimientos, hasta llegar por Durango y Cantillana a Santa Fe del Nuevo México, a unas 500 leguas de la capital. Aunque el recorrido transcurría por terrenos áridos y más bien llanos, en temporada de lluvias era prácticamente intransitable, sobre todo por vehículos rodados. Por otro lado, resultaría por sus condiciones más apta para el transporte de mercancías a lomos de acémilas, de manera que aún sin descartar el empleo de carros, hay que suponer que el mercurio llegaría de esta manera a su destino final.