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sábado, 23 de marzo de 2013

GUADALMEZ

LA LEYENDA DE 
LA FUNDACIÓN DE GUADALMEZ

Todos sabemos que el Valle de Guadalmez fue un regalo de la diosa Gea a Deméter, para que ésta no ambicionara el Jardín de las Hespérides otorgado a Hera, y que la laboriosa Deméter lo embelleció para que fuera la envidia del resto de dioses y héroes de la antigüedad. Pero existe una vieja leyenda, hoy día casi olvidada, que nos cuenta como se fundó la antaño aldea de Guadalmez.

Se dice que en el reino de Granada un príncipe moro, Yusuf, valeroso y aguerrido guerrero, que había sido criado por una cautiva cristiana en el palacio de la Alhambra, en una cruenta batalla que enfrentó a su padre, el rey nazarí, con las tropas del monarca castellano, el príncipe, en un alarde de valentía al arremeter contra las filas enemigas, se vio acorralado de soldados castellanos, y sintiendo cercana la muerte, se encomendó a aquel mártir soldado, San Sebastián se llamaba, del que tanto le había hablado su ama de cría. Y en ese mismo instante, en el que sus ojos se dirigían a la inmensidad del cielo azul, suplicando ayuda, una trompeta llamaba a todos los guerreros cristianos a regresar a la posición que ocupaba su rey, que se encontraba en peligro.

Aquello fue interpretado por el príncipe como una respuesta a sus súplicas, y se convenció para abrazar la fe de los infieles, siendo bautizado en la pequeña comunidad mozárabe de Granada, a su regreso de la guerra. Los rumores de que el príncipe se había convertido al cristianismo comenzaron a correr como la pólvora en la ciudad del Darro, y su padre, enojado y angustiado ante estas habladurías, obligó a su hijo a adjurar públicamente de su nueva fe bajo amenaza de muerte. 

La noche siguiente, el príncipe tuvo un sueño en el que una joven doncella, con lágrimas en los ojos, le apremiaba en susurros a huir de Granada si no quería terminar, al despuntar el día, en manos del verdugo. Sobresaltado por aquella aparición, y temeroso de que aquel designio se cumpliera, se dirigió sigiloso a los establos, ensilló su caballo y salió velozmente del recinto palaciego de la Alhambra, por la puerta de la Justicia, como alma que lleva el diablo.

De Granada se dirigió a Córdoba, ya en tierras de Castilla, y desde allí puso rumbo a Toledo, la corte cristiana, por el antiguo camino que atravesaba Fahs al Ballut o el Llano de las Bellotas de la antigua época califal, haciendo una parada para pernoctar en el desvencijado castillo de Hins ibn Arun o de Aznaharón como era conocido entre los castellanos.

Allí se presentó como un mercader de camino a la Corte, y el alcaide de la fortaleza le invitó a cenar a su mesa, junto a su familia. La cara del príncipe debió cambiar de color, cuando estupefacto descubrió que aquella joven sentada a la mesa, y que el alcaide presentó como a su hija, no era otra que la doncella que se le había aparecido en sueños aquella noche en Granada. Marcela, pues este era su nombre, también se quedó atónita al conocer al mercader, pues su rostro era el mismo que el de aquel príncipe que ella soñaba paseando entre fuentes de agua cantarina y frondosos jardines. El trato que tuvieron durante los días siguientes, fortaleció en ellos aquel amor incipiente que se había originado en aquellos mundos oníricos en los que nos adentramos al abandonarnos en el descanso de las oscuras noches.

Al alcaide, padre de Marcela, aquella relación no era de su gusto, pues tenía pensado casar a su hija con algún hidalgo de la ciudad de Córdoba, y menos lo fue aún cuando se enteró, por boca del propio Yusuf de la verdad que le había llevado hasta allí. Montando en cólera, y viendo imposible que su hija dejara de amar a aquel hombre, la repudió a ella y ordenó expulsarles a los dos de su fortaleza. Pero Marcela amaba esa tierra, y Yusuf no tenía tampoco a donde ir, por lo que optaron por comenzar una nueva vida allí mismo, en el valle que se abría media legua más abajo, un fértil valle regado por las aguas del río Guadalmez. Y allí, en una gran llanada, como a un tiro de distancia de la orilla del río, entre dos lagunas y dos arroyos, protegido del frío cierzo por las montañas y la sierra, Yusuf y Marcela edificaron con sus propias manos la casa que iba a convertirse en su nuevo hogar, y junto a ella, Yusuf levantó una pequeña ermita que dedicó a San Sebastián, aquel mártir que le había librado de una muerte segura en la batalla, y que le había conducido hasta allí.

Fue en ese pequeño templo, donde Yusuf y Marcela se unieron en santo matrimonio, en una ceremonia oficiada por el cura de la cercana villa de la Puebla de San Juan de Chillón, y a la que asistieron, no sólo el padre de Marcela, que arrepentido decidió aceptar aquel amor, sino todos los habitantes del castillo de Aznaharón. 

En aquel hogar, nacieron sus numerosos hijos, y Yusuf para evitar la añoranza de sus tierras granadinas, plantó miles de almendros en la ladera de aquel cerro que tenía una ventana de piedra, para que al menos, durante unos días al año, y cuando los almendros florecieran, le recordasen a su sierra nevada. Aquel valle no tenía ya nada que envidiar a la Vega de Granada, y su humilde casa, junto a Marcela, le parecía más bella que todos los palacios de la Alhambra juntos. Por eso, unos años más tarde, muerto su padre el rey, unos emisarios llegaron hasta su puerta para ofrecerle la corona del reino nazarí, a cambio de abrazar de nuevo la religión de Mahoma, pero Yusuf respondió que ahora aquel valle era su verdadero reino, y la fe en Cristo la que guiaría su alma hasta su último suspiro.

Sus hijos, al crecer, buscaron cónyuges entre los habitantes del castillo de Aznaharón y las poblaciones vecinas, y levantaron sus propias casas, dando origen a una pequeña aldea, que tomaría su nombre del cercano río: Guadalmes.
Al morir Yusuf, a una edad avanzada, fue enterrado en un terreno entre el río y la aldea, que todos los años, con las crecidas del otoño, el invierno y la primavera, quedaba rodeado de agua, y sobre su tumba creció un gigantesco taray para recordar a todo el mundo el lugar exacto en el que yacía el padre de Guadalmez. 

Es curioso, que aquellas tierras en las que se asentó Yusuf y fundó una familia junto a Marcela, fueran adquiridas por una familia nobiliaria, los Fernández de Córdoba, alcaides de los Donceles, y que un descendiente de éstos, el I Marqués de Comares, fuera quien tomó prisionero en la batalla de Lucena al último rey nazarí del reino de Granada, poco antes de que aquel maravilloso reino desapareciera para siempre.

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